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CAFÉ SIBERIA
September 02, 2013
Llegaba al bar rozando la hora de cierre. Así fue durante un año; en ocasiones, semanas completas. Desaparecía a intervalos, pero terminaba por volver a su rutina nocturna y solitaria, que acabó siendo compartida. Tan sólo una vez me indicó lo que deseaba beber. Desde entonces, le servía lo suyo al poco de verlo aparecer. Se acobada silencioso en la barra mientras yo ponía boca abajo sillas y taburetes para poder barrer el suelo. Enseguida sacaba una libreta de su bolso de piel gastado y comenzaba a garabatear sin continuidad, levantando cada tanto la mirada del papel para dirigirla a ningún sitio. También una única vez me preguntó, bajada ya la persiana, si podía sentarse al piano.
Aprendí a fregar despacio, con idéntica y parsimoniosa cadencia a la de las melodías que le arrancaba, regalándome la falacia de estar cuarenta años atrás en The Troubadour. Esta ciudad no tiene orillas, ni se puede ya fumar en los bares. Sin embargo, me gustaba imaginar los rostros de Kerouac o Bukowsky en las fantasmales nubes que nacían del cenicero que le dejaba sobre el piano, gesto que solía agradecer con un rácano movimiento de cabeza, sin apartar la vista del teclado. Nunca me pidió una opinión acerca de cada nueva canción, la mayoria de las cuales nacían en la penumbra del Café Siberia, pero sé que buscaba mi aprobación. Tocaba errático, incoherente, hasta que me sentaba a su lado, terminada la faena, con mis dos dedos de ron añejo y mi bolsa de tabaco. Entonces, sin mirarme, como de costumbre, abría la boca para entonar estrofa, estribillo, de nuevo estrofa y estribillo, una parte C (sólo algunas veces) y rematar con un último estribillo. Aguantábamos la respiración lo que duraba el sustain del último acorde, al que sucedía el movimiento sincronizado de nuestros brazos buscando en el cenicero los pitillos a medio consumir. Reconozco que al comienzo de nuestra contemplativa relación me sentía algo incómodo cuando al terminar la interpretación de un tema que yo escuchaba por vez primera meditaba si debía aplaudir (que era lo que me pedía el cuerpo) o realizar algún tipo de valoración verbal. Pero pronto comprendí mi papel y lo prescindible que era todo salvo mi presencia.
En muchas ocasiones, sobre todo al principio, estuve a punto de romper nuestro pacto de silencio no sellado en un afán por saciar mi curiosidad. ¿Quién o quienes eran aquellas chicas de las canciones, culpables de dichas y ausencias? ¿A dónde llevaban los kilómetros de carreterra a los que hacían referencia? ¿Cómo y dónde vivía? ¿Cuál era la historia de ese pasado que le atormentaba de tanto en tanto? ¿Por qué creía en lo que creía y se rebelaba contra lo que se rebelaba? Pero nunca lo hice; lo consideré algo así como una traición, una tentación que rebasaría los límites de nuestra relación si caía en ella. Así que fabriqué mi propia versión para responder a cada interrogante; diseñé una realidad a base de ficción e hipótesis, empezando por su nombre, aunque nunca me hizo falta pues hasta este momento, no he hablado a nadie de él. ¿Para qué? ¿Quién lo iba a entender? Supuse que sus ausencias durante días o semanas se debían a giras o a periodos que pasaba en compañía de un amor lejano, pero de esto no tuve certeza alguna.
Algunas noches, generalmente tras regresar de una de sus misteriosas desapariciones, se le veía más hermético y atormentado que nunca. Se quedaba en la barra, bebiendo despacio, como buscando una respuesta que se ahogara en el fluido alcohólico sin llegar a completar un mensaje. Otras, sin embargo, se le veía tranquilo, impregnado de cierta paz pasajera que presagiaba acordes mayores, ritmos vitales y versos frescos, rebosantes de ironía y esperanza. Esas noches jugaba con las canciones propias y ajenas sobre el escenario a media luz y hasta yo me atrevía con algún estribillo, sumándome a su voz recién planchada, a su presencia salida del túnel de lavado. No sacaba la libreta, no precisaba escribir. Se limitaba a vivir el momento, como harto de sentir en diferido.
En cuanto levanté la persiana tras escuchar unos nudillos que la golpeaban, supe que no le volvería a ver. Creo que ni siquiera lo pensé, pero tiempo después sé que lo sabía. La mujer que apareció desde los pies a una corta melena rubia me miró un instante sin abrir la boca para luego enfocar hacia el fondo del local y detenerse toda una vida en la espalda del hombre sentado al piano. Volvió sus cansados ojos marrones hacia los míos y mi cabeza completó el trámite de asentir, tras lo que se deslizó hipnótica y silenciosa hacia el que parecía ser el puerto donde al fin atracar tras un viaje eterno. Soltó el bolso y la chaqueta sobre la silla que ocupé durante un año. Se quitó los zapatos de tacón al pie de la tarima mientras el músico se desplazaba hacia la izquierda del banco, sin alterar ni un ápice su postura ni girarse. Ella se acomodó a su derecha, rozándose ambos por el costado, y comenzó a tocar con él la canción que venía interpretando. Las cuatro manos sobre el piano se dijeron todo lo que callaron sus rostros. Yo observaba atónito la escena, pegado aún a la puerta, con las llaves en la mano, sintiendo por primera vez en mi vida que existía dentro de una escena de película en blanco y negro: el eterno actor secundario en su papel de barman. Hasta me miré la piel de manos y brazos para comprobar que seguía siendo blanco. Imaginé al piloto de una avioneta consultando nervisoso su reloj, la lluvia cayendo a jarros y al policía corrupto que se gana finalmente al espectador cuando saca dos pasaportes falsificados del bolsillo. Sonreí para mí mismo, brindé con nadie y me marché bajando la persiana pero dejando el candado abierto.
Dejé el Café Siberia hace unos meses. He decidido intentarlo con la música. Pero sigo yendo con cierta frecuencia a escuchar algún concierto y a buscarme en el fondo de las copas que apuro. Cuando al llegar la hora de cierre me puede la nostalgia, me siento al piano. Trato de recordar aquellas canciones pensando que siguen allí atrapadas, huérfanas de autor, a la espera de ser adoptadas por alguien que las entienda y las necesite, que las indulte de la condena a muerte que es el olvido. He de decir que están de suerte. Esta noche al llegar al bar, mi antiguo jefe me ha hecho entrega de un paquete sellado en otro país y que deduce es para mí, no porque vaya a mi nombre, sino porque va dirigido al "camarero que probablemente ya se ha atrevido a ser quien es y no aceptará más papeles de secundario".
Pasan las tres de la mañana. El joven que hace de mí en la secuela me sirve dos dedos de ron. La persiana está a medio bajar. Me trae un cenicero y sigue a sus tareas. Acaricio el envoltorio antes de romperlo, sentado en la banqueta del protagonista. Tengo entre mis manos una libreta que conozco bien. En la portada se lee: "Las horas invisibles". No me hace falta comprobar el contenido. Sé que dentro hay un año de canciones enmarcadas cada una en su historia, en la de verdad, no en las que yo imaginaba; los pensamientos de cuya transcripción fui testigo accidental en un principio y deliberadamente escogido por el autor a continuación. Sé, sin necesidad de una aclaración que en ningún caso esperé, que ahora están en mi poder porque él ya no las necesita, porque uno vive o escribe, y él debe estar viviendo, por fin. Sé también que son un regalo para mí y un acto de piedad con la memoria.

3 comments
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David Moya
Author
Hola, Ruth:
Justo ayer leí tu nombre mientras preparaba la lista de envíos. La semana que viene lo haré a la dirección que me facilitaste en su día.
Disculpa la tardanza, pero es un trabajo lento pues sois más de 140 los mecenas. Pero tranquila, que ya casi está en camino.
Un saludo y gracias una vez más por tu colaboración.
David
Ruth
Buenos días, aporté 15€ para este proyecto y no me ha llegado todavía el CD. Quedo a la espera de que me digais algo. Un saludo.
Fabiola Ganivet_Cantautora
Suerte David!